Estaba tirado al lado de un contenedor de basura, como si su vida no valiera más que lo que la gente ya había desechado.
Su piel, herida.
Su cuerpo, frágil.
Pero lo más roto no era lo que se veía…
Era lo que se sentía.
No lloraba. No ladraba. Solo observaba en silencio cómo el mundo giraba a su alrededor… demasiado rápido como para detenerse por él.
Demasiado ocupado para notar que aún respiraba.
“No quiero morir… solo estoy cansado,” parecía susurrar cada vez que alguien pasaba de largo.
Cansado de correr detrás de sombras.
Cansado de mover la cola por nada.
Cansado de creer que, quizás hoy, alguien lo vería.
Pero nadie lo vio.
Hasta que una niña pequeña se agachó frente a él.
No tuvo miedo de sus heridas.
No hizo muecas por su olor.
Solo preguntó:
“¿Te duele mucho?”
Él no respondió, claro. Pero algo en sus ojos brilló.
Porque, por primera vez en mucho tiempo, alguien se quedó.
Y a veces, eso es todo lo que se necesita para volver a respirar con ganas:
Una presencia.
Una pausa.
Un acto de amor sin prisa.
💬 “No estoy buscando un milagro… solo quería saber si todavía le importo a alguien.”