No recuerda cuándo fue la última vez que alguien lo llamó por su nombre. Tal vez nunca tuvo uno. Tal vez solo fue “el perro”, “el guardián”, “el que ladra cuando alguien pasa”. Lo que sí recuerda es el momento en que la puerta se cerró y nadie volvió. Lo dejaron allí, atado a una cadena que ya no era solo metal, sino parte de su cuerpo. El hierro oxidado se había fundido con la piel, y cada movimiento era una punzada. Pero él no se quejaba. No porque no doliera, sino porque ya no sabía cómo se hace eso.
El terreno era seco, lleno de piedras y escombros. No había sombra, ni agua, ni consuelo. Solo el silencio. A veces pasaban personas, pero nadie se detenía. Algunos miraban de reojo, otros ni siquiera lo veían. Era como si fuera invisible. Como si su existencia no importara. Como si el mundo hubiera decidido que él ya no merecía un lugar.
El hambre era constante. No solo en el estómago, sino en el alma. Hambre de contacto, de voz, de mirada. Hambre de ser. Se acostumbró a lamer el polvo, a buscar entre los restos algo que no fuera basura. A veces encontraba un trozo de pan duro, otras veces solo encontraba más vacío. Pero lo que más pesaba no era la falta de comida, sino la ausencia de sentido. ¿Para qué seguir respirando si nadie espera que lo hagas?
Las noches eran largas. El frío se metía por los huesos, y el miedo por los pensamientos. Escuchaba ruidos, pasos, motores. Pero nadie venía por él. Nadie decía “vamos a casa”. Nadie decía “lo siento”. Solo el viento, que soplaba como si quisiera arrancarlo de allí, pero ni siquiera eso podía. La cadena lo mantenía atado, no solo al poste, sino al abandono.
Un día, intentó levantarse. Las patas temblaban. El cuerpo ya no respondía como antes. Pero algo dentro de él aún quería moverse. No para escapar, sino para acercarse. Acercarse a la idea de que quizás, solo quizás, alguien volvería. Que el mundo no era tan cruel como parecía. Que aún quedaba un rincón donde pudiera existir sin dolor.
Pero nadie volvió.
Y él siguió allí. Día tras día. Con la mirada fija en el horizonte, como si esperara que el tiempo le devolviera lo que la gente le quitó. No ladraba. No lloraba. Solo estaba. Como una sombra que se niega a desaparecer. Como una historia que nadie quiso contar.
Si alguna vez lo ves, no apartes la mirada. No pienses que es solo un perro más. Míralo bien. Porque en sus ojos hay algo que sobrevive a pesar de todo: la esperanza. La esperanza de que el amor, aunque oxidado, aún pueda volver.