En una esquina sucia, bajo una lámina oxidada y rodeado de bolsas de basura, yacía un pequeño cuerpo. No era basura. Era un cachorro. Un ser vivo. Pero nadie parecía notarlo. Su piel, cubierta de costras, heridas abiertas y sangre seca, parecía más la de una momia que la de un perro. Cada hueso marcado bajo la piel. Cada parpadeo, un esfuerzo. Cada respiro, una batalla.
No ladraba. No gemía. Solo lloraba… en silencio. Porque con el tiempo, incluso los animales aprenden que su dolor no importa.
Pasaban personas. Niños, adultos, vecinos. Algunos lo miraban con asco. Otros fingían no verlo. Nadie se agachó. Nadie se preguntó cómo llegó ahí. Nadie extendió una mano. Lo dejaron morir solo. Día tras día, más delgado, más herido, más invisible.
Una noche de lluvia, el frío calaba hasta los huesos. El cachorro temblaba, empapado, acurrucado en sí mismo. Su piel, sin pelo, sangraba bajo el agua. Su respiración era un suspiro casi apagado. Esa noche fue la última vez que vio el cielo.
Al amanecer, su cuerpo seguía ahí. Pero su alma ya no. Se fue sin una caricia, sin un nombre, sin saber qué era el amor.
Y entonces sí, alguien lo notó. Alguien subió una foto. Y el mundo lloró. Pero ya era tarde. Demasiado tarde. La compasión llegó solo para su cadáver.
“Si lo hubieran escuchado antes… si tan solo una persona se hubiera detenido…” — escriben los voluntarios del refugio.
Que su historia sea contada. Que su dolor no sea ignorado. Porque detrás de cada calle, en cada barrio, hay otro cachorro como él, esperando. Y cada segundo cuenta. No esperes a que sea demasiado tarde.