No entendía lo que había pasado.
Solo sabía que su humano ya no despertaba, que la casa estaba más fría, que el silencio era demasiado largo.
Lo siguió hasta el final.
Entre flores, pasos lentos y miradas tristes, el perro caminó detrás del ataúd como si supiera que algo dentro de él también se estaba yendo.
Y cuando el cuerpo de su mejor amigo fue cubierto por tierra…
él simplemente se acostó allí. Sobre la tumba. Sobre el vacío.
No importó el clima, ni el hambre, ni las voces que intentaban alejarlo.
Él no se fue.
Porque no sabía cómo vivir sin él.
Porque en su corazón, la muerte no significaba olvido.
Significaba esperar…
esperar aunque doliera,
esperar aunque supiera que nunca volvería.
Sus ojos, húmedos y perdidos, miraban el horizonte como buscando una sombra familiar.
Y cada noche, entre suspiros y temblores, cerraba los ojos encima de la tumba, como si en los sueños pudiera volver a sentir una caricia, una voz, un “buen chico”.
Los visitantes del cementerio empezaron a dejarle comida, mantas… pero él solo quería una cosa:
volver a estar con él.
Dicen que el amor de un perro es eterno.
Este lo demostró.
Con cada día que eligió quedarse, con cada lágrima que no podía llorar, pero que su alma sí sentía.