Su cuerpo apenas se sostenía, marcado por el hambre, la enfermedad y el abandono. Pero en sus ojos, a pesar del dolor, todavía brillaba algo… una pequeña chispa de esperanza que se negaba a apagarse. Cada día, este perro salía al mismo lugar, esperando quizás una mirada compasiva, una mano que no lo rechazara, un corazón que aún creyera en la bondad.

El frío le calaba los huesos y su piel, casi desnuda, mostraba las cicatrices de una vida llena de sufrimiento. Aun así, cuando alguien pasaba cerca, movía la cola con suavidad, como si dijera sin palabras: “No me ignores… todavía quiero vivir.” Pero las miradas seguían de largo, y el silencio se hacía más pesado.

Era un alma cansada, pero no rendida. No pedía lujos, ni calor, ni comida en abundancia. Solo quería sentir que su existencia tenía sentido, que alguien lo vería no como una sombra en la calle, sino como lo que siempre fue: un ser lleno de amor que alguna vez creyó en los humanos.
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Y mientras el tiempo pasaba y su cuerpo se apagaba poco a poco, su corazón seguía latiendo con una única plegaria: “Por favor, no me dejes…”
Porque, incluso al borde del final, el amor sigue siendo la última esperanza de los que nunca dejaron de creer.