En un rincón olvidado del mundo, sobre un pedazo de suelo frío y duro, yacía un pequeño perro que alguna vez tuvo un nombre, un hogar y quizá un dueño que lo acariciaba con ternura. Pero aquel tiempo había quedado muy lejos… ahora su cuerpo, reducido a piel y huesos, contaba una historia de abandono, de dolor y de una resistencia silenciosa ante la crueldad de la vida. Cada respiración era un esfuerzo, cada parpadeo una súplica muda por ayuda.

Sus costillas se marcaban con claridad bajo una piel reseca y agrietada. El hambre lo había devorado lentamente, pero lo que más dolía no era el vacío en su estómago, sino el vacío en su corazón. A pesar de su fragilidad extrema, en sus ojos aún brillaba una chispa diminuta —un deseo casi imposible: vivir un día más. No para correr ni jugar, sino para sentir, aunque fuera por un momento, el calor de una mano humana, el consuelo de saber que no estaba solo.

El mundo había pasado de largo, sin detenerse a mirarlo. Personas cruzaban frente a él, quizá sin notar aquella pequeña vida que se apagaba en silencio. Pero él seguía ahí, resistiendo al frío, al miedo y a la soledad. En su silencio había una oración: que alguien lo viera, que alguien lo salvara, que alguien le diera una razón para seguir respirando.
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Cuando el viento soplaba suavemente, el perro se acurrucaba un poco más, tratando de proteger lo poco que le quedaba de calor. En ese gesto frágil, lleno de tristeza y esperanza, se resumía toda su historia: un ser que sólo quería existir un poco más, un alma rota que pedía amor antes de cerrar los ojos para siempre.