Existen vidas que habitan en la frágil frontera entre la vida y la muerte. Un cuerpo delgado, cada respiración como si el viento se la llevara, pero en los ojos aún queda un pequeño destello: la luz del anhelo de seguir existiendo.
Nadie escucha esa voz interior, pero si uno guarda silencio el tiempo suficiente, puede sentir el débil latido que persiste con obstinación. Es el deseo de ver un hogar cálido, de llamar a alguien “familia”, de oír una voz suave pronunciada solo para uno. Ese sueño es tan sencillo que duele, pero tan lejano como una estrella perdida en el cielo nocturno.
Los transeúntes siguen su camino, con alguna mirada fugaz de compasión, algún gesto de impotencia. Nadie sabe que, a veces, solo un cuenco de arroz caliente, una mano que acaricie con cuidado, pueden cambiar un destino entero. Esas cosas que parecen tan pequeñas pueden convertirse en el hilo que mantiene una vida aferrada a este mundo.
Hay sueños que no necesitan ser grandiosos: basta con un lugar donde dormir sin temblar de frío, una respiración tranquila sin prisas, y una mirada que no sea de lástima, sino de amor verdadero.
Y, a veces, ese pequeño sueño es la única llama que calienta el corazón, la que ayuda a un ser frágil a atravesar los días más oscuros, esperando el instante de vivir plenamente en el abrazo de la ternura.