Lo vi desde la acera, tendido sobre el asfalto caliente, cubierto de polvo y con el cuerpo tan delgado que cada hueso parecía gritar. No ladraba. No lloraba. Solo miraba.
Era una mirada rota, de esas que solo los animales abandonados pueden sostener sin derramar una lágrima.
Como si aún conservara el recuerdo de una caricia, de un hogar, de un nombre que alguna vez fue pronunciado con cariño.
“Alguna vez fui abrazado…” — decía su postura.
Y yo lo escuché, sin que emitiera un solo sonido.
Ahora, nadie se detiene. Lo esquivan. Lo ignoran.
Es demasiado “feo”, demasiado “sucio”, demasiado “enfermo” como para merecer atención.
Pero sus ojos siguen ahí. Firmes. Esperando. No a una comida, ni a un rescate milagroso…
Solo a una mirada que no lo vea como si fuera basura. Solo eso.
Este perro no quiere lástima. Quiere volver a sentir que su vida vale algo. Que aún puede ser más que un objeto roto a la orilla del camino.