En medio de una esquina llena de basura y un viento helado, yacía un perrito inmóvil, reducido a piel y huesos, su débil respiración como si estuviera a punto de desvanecerse en la nada. Sus ojos estaban entrecerrados, temblando como si implorara un poco de calor, una gota de amor en un mundo que le había dado la espalda.
La gente pasaba, miraba de reojo y seguía caminando. Nadie sabía que en ese pequeño cuerpo había un alma luchando contra una soledad extrema. El dolor me hacía temblar, pero aún así lo intenté, aún creí que alguien se detendría, que ocurriría un pequeño milagro.
Polvo, suciedad y agua de lluvia se mezclaban formando manchas en mi cuerpo, pero nada podía apagar la tenue luz de vida que aún brillaba en esos ojos cerrados. Aunque el mundo me olvidó, nunca perdí la esperanza.

Y entonces, ocurrió un milagro. Una persona bondadosa me vio, se detuvo, me recogió: un simple gesto, pero suficiente para cambiar mi vida por completo. En ese cálido abrazo, el perrito, por primera vez en meses temblando de frío… tembló de amor.
Ahora, tras días de tratamiento, puedo ponerme de pie, mis ojos brillan más y la sonrisa (de un ser agradecido) ha regresado. Ya no estoy solo, ya no estoy olvidado; solo un pequeño corazón late con más fuerza que nunca.
Hay seres que no necesitan mucho: solo una mirada, una mano, un corazón. Y ese simple gesto es el milagro que salva una vida.