En medio de una tarde fría y lluviosa, encontraron a un perrito acurrucado bajo un puente, demacrado, reducido a piel y huesos. Se le caía el pelo a mechones, tenía heridas por todo el cuerpo y las orejas caídas; pero lo que nadie podía olvidar eran sus ojos: débiles, temblorosos, pero con la frágil esperanza de que alguien vendría a quererlo de nuevo.

Los rescatadores contaron que, al acercarse, no ladró ni huyó; simplemente levantó un poco la cabeza para mirar, como preguntando: “¿Alguien me querrá esta vez?”. Esa pregunta les rompió el corazón. Lo recogieron, lo envolvieron en una toalla caliente y le prometieron que, de ahora en adelante, nadie volvería a hacerle daño.
En los días siguientes, comenzó el milagro. Lo cuidaron, lo alimentaron bien y durmió en brazos amorosos. Por primera vez en muchos años, movió la cola y sonrió: una sonrisa débil, pero suficiente para derretir el mundo entero.
Ahora tiene un nuevo hogar y un nombre precioso: Esperanza. Y, haciendo honor a su nombre, ha demostrado que un rayo de esperanza y un corazón bondadoso pueden salvar una vida desesperada.