El perro temblaba de miedo, incapaz de comprender por qué aquel a quien consideraba su protector lo había abandonado en medio del dolor. Sus ojos, empañados por la tristeza, buscaban en el vacío alguna señal de consuelo, pero solo encontró silencio y soledad.
El recuerdo de la mano que alguna vez lo acarició ahora se transformaba en una herida invisible, más cruel que cualquier golpe. No entendía de traiciones, solo sentía la ausencia, el frío que se colaba en sus huesos y el peso de un corazón roto.
Su cuerpo, cansado y adolorido, parecía pedir descanso, pero su espíritu seguía aferrado a la esperanza. En medio del miedo, algo dentro de él deseaba creer que no todos los humanos eran iguales, que aún existía alguien capaz de tenderle una mano sincera.
Así, temblando y herido, el perro permaneció inmóvil, entre el dolor del abandono y el anhelo de un milagro que lo rescatara de la oscuridad en la que había sido dejado.