El pequeño perro, con su cuerpecito marcado por la desgracia, se mantenía erguido únicamente con sus dos patas traseras. Sus patas delanteras, amputadas y ausentes, eran testigos silenciosos de un pasado de sufrimiento que nadie debería haberle hecho pasar. Y aun así, en medio de tanta injusticia, su mirada no era de rencor ni de odio: era de esperanza.
Con los ojos cerrados, levantando el hocico hacia el cielo, parecía estar rezando en silencio. No pedía riquezas, ni un mundo perfecto; solo anhelaba una caricia, un rincón cálido donde dormir y alguien que lo abrazara sin miedo a sus cicatrices. Su gesto sencillo, pero tan poderoso, tocaba lo más profundo del corazón de quienes lo contemplaban.
A pesar de la dureza de su destino, ese frágil rayo de fe seguía brillando dentro de él, recordándonos que incluso en la oscuridad más cruel siempre puede existir una chispa de luz. Su resiliencia era una lección viva: aunque la vida lo había herido en el cuerpo, no había logrado quebrar su alma.
Ese pequeño ser, tan frágil y valiente, nos enseña que el amor verdadero no mira las imperfecciones. Él solo espera el día en que una mano bondadosa lo levante y le muestre que aún merece un hogar lleno de ternura y paz.