En el rincón oscuro y silencioso de la casa abandonada, el perro yacía inmóvil, con la mirada perdida entre las sombras. Su cuerpo, cubierto de cicatrices y polvo, apenas era la sombra de lo que alguna vez fue: un alma alegre que corría tras las risas y las caricias de su dueño. El aire estaba cargado de silencio y polvo, y el único sonido que rompía la quietud era el débil suspiro de su respiración entrecortada.

Durante años, había esperado allí, en el mismo lugar donde lo habían dejado, como si el tiempo no tuviera sentido para él. Las estaciones pasaban, la lluvia mojaba el suelo frío, el sol abrasaba las paredes rotas… pero él seguía allí, fiel a una promesa que solo él recordaba. Con cada ruido distante, alzaba la cabeza con esperanza, pensando que tal vez, esta vez, esa silueta que aparecía sería la de su amigo.

El hambre y el abandono lo habían consumido lentamente, pero su corazón seguía latiendo, impulsado por un amor que no entendía de razones. No temía morir; lo que realmente le dolía era hacerlo solo, sin volver a ver aquellos ojos que alguna vez le devolvieron afecto. En el fondo, no era el cuerpo lo que agonizaba, sino la esperanza que se apagaba poco a poco.
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Y así, en su último suspiro, cuando la noche lo envolvió por completo, una lágrima silenciosa resbaló por su hocico. No era de dolor, sino de amor: el amor incondicional de quien esperó toda una vida por alguien que nunca volvió, pero que jamás dejó de llamar “amigo”.