Nadie nace temiendo al mundo. Justice tampoco. Alguna vez fue un cachorro con ojos brillantes, con una cola que se movía cada vez que escuchaba una voz familiar. Creció creyendo que el amor era eterno, que los abrazos eran promesas, que el hogar era un lugar seguro. Pero estaba equivocado. Porque un día, sin explicación, sin razón, sin culpa, el amor se convirtió en gritos. Las caricias se volvieron golpes. Y el hogar se transformó en una celda de miedo.

Lo ataron. Lo golpearon. Lo dejaron sin comida durante días. Su cuerpo, antes fuerte y ágil, empezó a apagarse. Cada herida era una pregunta sin respuesta. Cada noche, un castigo. Y cuando ya no les sirvió, cuando su mirada dejó de brillar, cuando su cuerpo ya no respondía como antes, lo subieron a un coche y lo arrojaron en un basurero, como si fuera un objeto roto, como si nunca hubiera significado nada.
Allí quedó. Solo. Roto. En silencio. No entendía por qué. No entendía cómo el amor podía doler tanto. Durante días, su cuerpo luchó por seguir. Su estómago vacío, sus patas heridas, su piel cubierta de llagas.

Pero lo más grave no era lo físico. Era el alma. Porque Justice no solo fue abandonado: fue traicionado. Por aquellos a quienes más amó. Por aquellos por quienes habría dado la vida.
Y sin embargo, no murió. No porque el mundo fuera justo, sino porque su corazón, a pesar de todo, se negó a rendirse. Alguien lo encontró. Alguien se detuvo. Alguien lo miró y no vio basura, sino una vida que aún merecía ser vivida. Lo recogieron, lo curaron, lo abrazaron. Pero las cicatrices siguen ahí. No solo en su cuerpo, sino en su forma de mirar, en su forma de temblar cuando escucha una voz fuerte, en su forma de esconderse cuando alguien se acerca demasiado rápido.

Justice está vivo. Pero no ha olvidado. Y no debería. Porque su historia no es única. Es la historia de miles. Es el reflejo de una sociedad que aún no ha aprendido a amar sin condiciones. Que aún cree que los animales son cosas. Que aún no entiende que la lealtad no se tira a la basura.
Hoy, Justice busca un hogar. Uno de verdad. Uno donde no tenga que temer. Uno donde su nombre no sea una ironía, sino una promesa cumplida. Porque después de todo lo que ha vivido, lo mínimo que merece… es justicia.