No recuerdo cuándo fue la última vez que sentí calor. Tal vez fue hace días… o semanas. El tiempo se ha vuelto un río lento y helado que me arrastra sin compasión. Mi cuerpo tiembla sin control, y cada respiración es un esfuerzo que me roba lo poco que me queda de fuerza. El hambre me ha vaciado por dentro, como si alguien hubiera arrancado todo lo que me sostenía, y el frío se ha instalado en mis huesos como un huésped cruel que no quiere marcharse.

Desde fuera, cualquiera podría pensar que soy solo un perro más, uno de tantos que la calle ha olvidado. Un bulto inmóvil en una esquina, un trozo de vida que ya no importa. Pero si miraran de cerca, verían mis ojos hundidos, suplicando algo tan simple como un abrazo. No pido lujos, no pido nada más que un instante de alivio, un lugar donde no tenga que luchar por sobrevivir cada segundo.

A veces cierro los ojos y me imagino que alguien se detiene. Que unas manos cálidas me levantan con cuidado, que una voz suave me susurra que todo estará bien. En ese sueño, siento el latido de un corazón humano junto al mío, y por un momento, el frío desaparece.

Pero cuando abro los ojos, la realidad vuelve como un golpe. La calle sigue vacía, el viento sigue cortando mi piel, y mi estómago sigue vacío. Aun así, me aferro a esa imagen, porque es lo único que me mantiene en pie. No sé si ese momento llegará, pero cada latido que me queda lo dedico a esperarlo.
Porque incluso en la oscuridad más profunda, todavía guardo una chispa de esperanza. Y mientras esa chispa siga viva, seguiré esperando… esperando esos brazos que me salven de esta oscuridad.