Bajo un cielo gris y un suelo cubierto de barro, su cuerpo yacía encadenado, exhausto, cubierto de heridas y polvo. Había pasado tanto tiempo sin comida, sin agua, sin una voz amable que pronunciara su nombre. Sus costillas se marcaban bajo la piel como testigos mudos del hambre y del abandono. Pero en sus ojos, aún brillaba un rastro de esperanza, una pequeña chispa que se negaba a morir, como si el amor pudiera llegar en cualquier momento, aunque fuera tarde.

Cada noche, el frío se clavaba en sus huesos, y el silencio se volvía insoportable. Soñaba con correr libremente, con sentir la hierba bajo sus patas, con dormir sobre un suelo cálido. Pero al despertar, solo encontraba la cadena oxidada que lo mantenía prisionero y el mismo rincón oscuro donde nadie lo miraba. Su respiración se volvía más débil, sus lágrimas se mezclaban con la tierra, y aún así, seguía mirando hacia el vacío, esperando…

“Por favor… déjame vivir un día más.” — parecía susurrar, con una voz que ya casi no existía.
Un día más para sentir una caricia, un día más para oler la libertad, un día más para saber que no fue invisible para el mundo. Pero ese día nunca llegó. Su corazón se apagó en silencio, como una vela olvidada en la oscuridad, dejando tras de sí un vacío imposible de llenar.

Y mientras su cuerpecito descansaba finalmente en paz, el viento pareció llevar su último deseo: que nadie más tenga que llorar encadenado, que ningún ser inocente tenga que suplicar por un poco de amor.
Porque detrás de cada mirada triste como la suya, hay una vida que solo pedía lo más simple y puro del mundo: una oportunidad para vivir.