En medio de una esquina desierta, la gente vio una pequeña figura, acurrucada al borde del camino, con la mirada perdida en la distancia, como buscando algo… Quizás calor, quizás una mano que prometiera no soltarla jamás.

Una vez fue amado, una vez tuvo un hogar, una vez conoció la felicidad. Pero entonces, cuando su cuerpo dejó de ser perfecto, cuando su apariencia se deformó, la gente le dio la espalda. Risas, desprecio, miradas frías: todo hirió más profundamente que cualquier herida en su cuerpo.
Día tras día, soportó en silencio, sabiendo solo acurrucarse en la oscuridad, temblando y suplicando vivir, volver a amar. Cada vez que llovía, sus lágrimas se mezclaban con cada gota fría, rodando por su rostro deformado, el dolor ahogándole el corazón.

Sin embargo, en medio de la desesperación, ocurrió un milagro. Una persona bondadosa se detuvo, lo levantó, limpió cada mancha, cada rastro de sangre seca que se aferraba a su pobre piel. «Está bien, ahora tienes un hogar…» —esas palabras parecieron iluminar su alma, que parecía haberse apagado.
Ahora, entre brazos amorosos, ya no lloraba de dolor. Sus lágrimas eran de felicidad, porque sabía que, aunque lo habían abandonado, aún merecía ser amado.
Hay heridas invisibles a los ojos, pero profundamente grabadas en el corazón. Y a veces, un simple abrazo basta para salvar un alma.