Yacía en el frío pavimento, con su vientre hinchado subiendo y bajando con respiraciones superficiales. El centro comercial bullía de vida, pero nadie se detuvo a recoger a la perra preñada.
Cientos de personas pasaban junto a ella. Sus zapatos resonaban en el cemento. Algunos la miraban y luego apartaban la vista. Un hombre le dio un empujoncito en la pierna y se hizo a un lado. Otro murmuró: «Pobre perra» y se marchó a toda prisa. Sus ojos, pesados por el cansancio, los siguieron. Estaba esperando.
Había seguido a su dueña al centro comercial. El guardia los vio juntos. Pero su dueña se escabulló por otra puerta, dejándola atrás. Durante casi un día, permaneció allí, jadeando, con el cuerpo demasiado pesado para moverse. Sus cachorros venían y estaba sola.
La encontramos al anochecer. Tenía la lengua fuera, seca y agrietada. Estaba demasiado débil para levantar la cabeza. Le llevamos agua y comida. Bebió del cuenco con la lengua, despacio al principio, luego con entusiasmo. Sus ojos se encontraron con los nuestros, cautelosos pero agradecidos.
Su vientre era enorme, rebosante de vida. Estaba a punto de dar a luz. Podíamos apreciar la tensión en su delgada figura. El hambre prolongada la había agotado. Aun así, aguantó, por sus cachorros.
La llamamos Luisa. Se sentía bien, un nombre suave y fuerte, como ella. Nos quedamos con ella, hablándole con dulzura. No confiaba del todo en nosotros. Su mirada se dirigió a la entrada del centro comercial, esperando aún al que la había dejado.
Cinco días después, dio a luz. Diez hermosos cachorros, retorciéndose y diminutos, vinieron al mundo. El rostro de Luisa se iluminó con una alegría silenciosa. Los lamió hasta dejarlos limpios, con el cuerpo temblando por el esfuerzo. A pesar de su debilidad, se entregó por completo a esos cachorros.
Era una madre sin igual. Se acurrucaba a su alrededor, su calor como único escudo. Pero el miedo persistía en sus ojos. Pensó que podríamos llevárnoslos. Nos sentamos a cierta distancia, dejándole ver que no pretendíamos hacerle daño.
Poco a poco, se relajó. Comió más, su cuerpo se esforzaba por producir leche. Diez cachorros eran una carga pesada. Nunca flaqueó. Su amor era feroz, inquebrantable. La observamos, conmovidos por su fuerza.
No entendíamos por qué la habían abandonado. Una perra preñada, leal hasta la médula, abandonada a su suerte. Pedimos a las autoridades que investigaran el asunto. Encontraron a su dueña. Afirmó que no sabía que Luisa la había seguido. Ni siquiera la había buscado.
La traición dolió. Luisa se merecía algo mejor. Juramos dárselo.
Al trigésimo día, trasladamos a Luisa y a sus cachorros a un nuevo hogar de acogida. Los cachorros tenían un mes, eran suaves y obedientes. Se tambaleaban sobre sus patitas, explorando el mundo. El nuevo lugar tenía un gran jardín. Luisa meneaba la cola mientras veía a sus cachorros revolcarse en el césped.
Estaba feliz. Su vida había cambiado. El peso del pavimento, la fría soledad, habían desaparecido. Ahora tenía un lugar seguro, un hogar. Pero lo veíamos en sus ojos: aún recordaba a su antigua dueña.
Las autoridades volvieron a contactar a la mujer. Dio excusas vagas y vacías. Ya no nos importaba. Luisa era nuestra, y ahora debíamos protegerla. Sus cachorros estaban creciendo fuertes. Comían solos, juguetones y alegres.
Entonces, al día sesenta, todo cambió. Un cachorro dio positivo por parvovirus. La noticia fue un duro golpe. El parvovirus era peligroso, sobre todo para cachorros tan jóvenes. Pusimos a los demás en cuarentena, con el corazón apesadumbrado.
No entendíamos cómo había sucedido. Tenían poco contacto con otros animales. El hogar de acogida era limpio y cuidadoso. Aun así, tres cachorros más enfermaron. Los llevaron de urgencia al veterinario. Al anochecer, les siguieron cinco más. Ocho cachorros en total, luchando por su vida.
Los veterinarios trabajaron incansablemente. Esperamos, impotentes. Los días se confundían, cada uno cargado de miedo. No podíamos explicar por qué estaba sucediendo esto. Nos parecía injusto, cruel.
Cuatro cachorros no sobrevivieron. La pérdida fue una herida profunda y aguda. Luisa lo sabía. Cuando trajimos a los cuatro cachorros que le quedaban, les pegó el hocico, con los ojos apagados por el dolor. Se quedó tumbada junto a ellos, en silencio, de luto.
Pero esos cuatro cachorros se hicieron más fuertes. Empezaron a jugar de nuevo, persiguiéndose en el jardín. Luisa observaba, meneando la cola lentamente. La vida volvía a ella.
El parvovirus se lo había llevado todo. Casi nos destrozó. Pero no dejaríamos que se lo llevara todo. Le prometimos a Luisa que sus cachorros se quedarían con ella. No más separaciones. No más pérdidas.
Ahora están juntos en ese jardín. Los cachorros están activos, con el pelaje brillante. Luisa es dulce, ha recuperado las fuerzas. Tienen una nueva vida por delante, tranquila y segura. Estamos listos para acompañarlos en este camino, a cada paso.
El centro comercial quedó atrás. El pavimento, la indiferencia, la traición: se fueron. Luisa y sus cachorros tienen un futuro. Es simple, tranquilo y suyo.
Esta historia se inspiró en un conmovedor video que puedes ver aquí. Si te gustó, considera apoyar al creador del video.